Leía las primeras reseñas de mi más reciente lanzamiento, se trataba de mi doceavo libro de literatura infantil. «Ricardo Jara, el autor de ficción para niños que no entiende a los niños», ¿y quién sí?, pensé. «Lejos de inspirar a alguien, Jara logra lo contrario, es un día obscuro para la literatura infantil», yo también fui niño una vez, tan solo escribía los libros que me hubiese gustado leer cuando era uno. «Jara es la antítesis de un terapeuta, después de leer su última entrega, sentirás más bien deseos de morir». Coloqué mis manos en mis orejas, estaban hirviendo, las letras del artículo se deformaban, entonces enjugué mis ojos. Respiré profundo tres veces, a la tercera, reventé la vieja máquina de escribir que me había regalado mi madre hacía ya más de treinta años, contra la pared. Todo era culpa de ella, había alimentado un sueño sin porvenir.
¿Y si tenían razón? No, tal manada de parásitos no podía tener la razón, llevaban el pan a la mesa atacando mis obras constantemente. Me gustaría verlos intentarlo. No, me gustaría verlos fracasando. Vi la máquina en el suelo, destruida, las teclas regadas por todas partes, el rodillo había quedado incrustado en medio de dos libros de la biblioteca. Me detuve, siempre era la misma historia conmigo, la rabia, la frustración, la misma excusa barata y trillada: «critican por envidia», ya ni eso me daba tranquilidad.
Doce libros para niños, doce malas calificaciones.
¿Y si tenían razón? Sí, quizá tenían razón.
Un estruendo repentino me hizo saltar, era José Daniel que entraba a la oficina como una tormenta, golpeando la puerta y arrasando con todo a su camino. Trepaba en las sillas y hacía piruetas en el aire con gran destreza. Quería ser bailarín, moriría de hambre. Yo no cometería el mismo error de mi madre, no le alimentaría jamás ese sueño, mejor que se dedicara a otra cosa, a algo productivo.
—¡Ya basta! —le grité— ¡Un día vas a caer de cabeza en una de tantas piruetas y te vas a matar!
Se detuvo, pálido, con ojos enormes a punto de dejar salir las lágrimas. Nunca le había hablado en ese tono. El niño era un diablo, le faltaba disciplina.
—¿Pero qué demonios está pasando? —escuché la voz de Marla seguida de pasos retumbantes.
Entró a la oficina con el doble del ímpetu que José Daniel. Me alzó la voz, me reclamó que no tenía necesidad de gritarle así a José Daniel, socavó mi autoridad en frente del mocoso. Discutimos, José Daniel lloraba, luego vino lo peor, cuando Marla me dijo:
—Tu problema es que no entiendes a los niños.
¿Y si tenía razón?
Tan pronto como salieron de la oficina cerré la puerta con tal fuerza que los cuadros de la pared cayeron al suelo. Luego me di a la tarea de recoger aquel desastre, de levantar cada tecla, de volver a colgar los cuadros. Cuando fui por el rodillo, vi que estaba en medio de dos de mis libros favoritos de terror.
Me senté a leerlos de inicio a fin. Deteniéndome únicamente para encender la lámpara, tan solo para iluminar las páginas. Afuera solo se escuchaban uno que otro ladrido, algún automóvil a lo lejos. Ni una señal de Marla ni de José Daniel. ¡Cuanta tranquilidad!
Eran las once de la noche cuando salí de la oficina, toda la casa estaba a obscuras, eché un vistazo a los cuartos, no había nadie. Marla y José Daniel se habían marchado. Fui a la cocina, comí todo lo que pude que no requiriera cocción. Sobre la nevera encontré una botella de ron por la mitad.
El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando me acabé la botella. Bostecé y cerré los ojos, estaba a punto de dormir cuando sentí el cosquilleo reptante de una cucaracha en la nuca. Me sacudí y la maldita cayó al suelo, a unos dos metros había otra, un tanto más pequeña que la primera. Las aplasté con un pisotón tan torpe que ambas continuaron moviéndose en círculos, desorientadas, les faltaba una que otra pata. De estar sobrio habría acabado con ellas de una vez. En lugar de eso, las tomé de las antenas y las metí dentro del vaso en el que me había bebido el licor. Luego llené el vaso hasta arriba de agua y le coloqué un plato encima para que las desgraciadas no flotaran y se escaparan.
Las vi ahogarse lentamente antes de irme a dormir.
Tres días después escuché el timbre. Me asomé por la ventana de la sala, esperaba que fueran Marla y José Daniel, pero no, era mi madre. Le abrí la puerta, de inmediato noté una sutil mueca de disgusto, y es que no me había duchado desde el día que mi esposa y mi hijo se habían marchado. Mi madre me comunicó sus preocupaciones en cuanto al frágil estado de mi matrimonio, fue severa, sospeché que había hablado con Marla. Luego comentó algo acerca de las críticas del libro, con eso fue un poco más piadosa, a pesar de los años no cambiaba, no quería jamás hacerme creer que esta no era mi vocación.
¿Y si estaba equivocada?
Continuamos hablando, esta vez en la oficina, alternando entre los dos temas y supe que intentaba trazar una relación entre ambos, no era tonta, por supuesto que había una relación. No hice el intento de ocultar la botella de ron del escritorio que ocupaba el espacio de la máquina de escribir, la cual yacía inutilizable en una caja de cartón en el sótano.
—Y qué has hecho estos últimos días —me preguntó.
—Escribir… ¿Qué más? —le dije mientras masajeaba mi muñeca.
—Te duele la mano, ¿no? Estás escribiendo con lápiz y papel… ¿Qué sucedió con la máquina de escribir?
Comencé a titubear.
—José Daniel la derribó del escritorio y… ya no funciona, por eso me enfadé… Pero no vayas a decirle nada a Marla, ni a él, no quiero que piensen que intento justificarme… Sé que lo que hice está mal.
—Ya veo. ¿Y qué estás escribiendo?
—Es… es un cuento de terror, creo que lo de los libros para niños ha llegado a su fin. Además, ya sabes lo que dijeron, que mis libros daban ganas de morir, ahora sí que querrán morir cuando lean lo que tengo preparado —reí.
Estaba tan ensimismado explicándole que no me percaté cuando ella tomó el manuscrito del escritorio y comenzó a leerlo. Intenté arrebatárselo, pero me dio la espalda y siguió leyendo. Tomé asiento, con las palmas en mi cara.
Se llevó una mano a la boca y me miró incrédula.
—Esto no es divertido, Ricardo —me dijo.
—Pues, no. Esa es la intención.
—Sabes a qué me refiero, esto está mal, y más te vale que nunca salga de aquí. Necesitas ayuda. No quería decirlo, pero me pareció extraño encontrar en la cocina un vaso de agua repleto de cucarachas, ¿qué está pasando contigo?
Quien me apoyaba incondicionalmente ahora me pedía, por primera vez, reprimirme. No lo haría. Siguió acribillándome, que no pensaba que su hijo pudiera escribir cosas así, hasta insinuó que debería advertir a la policía, temblaba mientras lo decía, su rostro estaba colorado. Me relamí los labios, y suspiré sonriendo, porque esa era la reacción indignante que indicaba que el cuento causaría el impacto deseado.
Dejó de hablar, luego se puso la mano en el corazón mientras hiperventilaba.
Y en un segundo, exhaló su último aliento y se desplomó.
Quizá escribir terror era mi vocación.
El funeral se dio dos días después, los doctores dijeron que sufrió un paro cardiorrespiratorio. Algo repentino, porque gozaba de buena salud. Pero la vida es así de impredecible, un día estás bien, al siguiente lees un cuento mío y ya te quieres morir.
Al funeral atendieron Marla y José Daniel, el niño estaba devastado. Mientras que Marla me ofreció sus condolencias. Nos abrazamos y nos pedimos disculpas. Ella me dijo que quería arreglar las cosas, pero que necesitaba tiempo, que José Daniel necesitaba tiempo conmigo también, que no darle atención en el hogar era una cosa, estar físicamente tan lejos era mil veces peor para él.
—Sí, para mí también —me dijo Marla cuando le pregunté si sentía ella lo mismo.
No estábamos aún listos para volver, pero a Marla se le ocurrió un plan. Se aproximaba el Día del Padre, y me explicó que José Daniel quería recitar alguno de mis cuentos para los demás compañeros de segundo grado y que agradecería muchísimo si podía estar presente en esa fecha. Y quizá entonces las cosas volverían a la normalidad.
Volví a la oficina. Sobre el escritorio estaba el manuscrito, el arma homicida de mi propia madre.
Debía dejar esos pensamientos absurdos de lado y concentrarme en el objetivo.
Llamé por teléfono a Raúl, mi editor, a quien detestaba como a nadie más. Por mi contrato no podía publicar nada que no pasase primero por las manos de aquel obsesivo infeliz, siempre corrigiendo las cosas más absurdas, faltándole el respeto a mis ideas, como si conociese mis escritos mejor que yo. Le expliqué más o menos lo que quería hacer, migrar de género literario. No me dijo nada hasta que le pregunté si seguía al otro lado de la línea. Me lo imaginé burlándose.
—Está bien, Jara. Envíame una copia por correo, lo revisaré el viernes —dijo suspirando.
Llegó el viernes, ya se me había agotado todo el licor de la casa. Mis manos temblaban, no le quité de encima los ojos al teléfono esperando la llamada de Raúl.
Al atardecer, sonó el timbre del teléfono, respiré, aguardé dos tonos más y respondí.
—Mira, Jara. No sé por dónde empezar —dijo Raúl, sin saludar, hablaba como si estuviera masticando algo—. Si la editorial todavía no sabe de la existencia de este manuscrito, será mejor que no lo sepan, y eso me lo puedes agradecer luego. Sé que me odiarás por lo que estoy a punto de decir… pero… no sé si se te da lo de escribir terror. Es decir, me parece perturbador lo que has escrito, y no soy tonto, sé que todo cuento de terror debe perturbar al lector hasta cierto grado, pero lo tuyo va más allá, ¿acaso estás enfermo de la cabeza? Esto no se lee como un cuento, Jara, esto más bien es una guía para…
Hubo un silencio.
—¿Aló? —pregunté.
Escuché un extraño sonido al otro lado, como una leve tos, seguida de un remedo de grito y por último un tumbón.
—¿Aló? —volví a preguntar.
Pasó una semana antes de que volviera a escuchar sobre Raúl. Me llamaron de la editorial para notificarme que Raúl había sido encontrado sin vida en su apartamento, después de que muriera asfixiado con una almendra.
Primero mi madre y ahora mi editor, ¿sería coincidencia? Habría de serlo.
El día siguiente era el Día del Padre, asistí al funeral de Raúl, nadie sabía que fui la última persona con la que sostuvo una conversación. Su hijo de diez años lloraba desconsoladamente, eso me hizo recordar a José Daniel. Había olvidado por completo el recital del mocoso, enseguida llamé por teléfono público a Marla, y le expliqué lo ocurrido. Para mi sorpresa, se mostró comprensiva, era el segundo funeral en tan poco tiempo. Sin pensarlo mucho le instruí que entraran a la oficina y escogiera cualquier texto para el recital de José Daniel, en cuanto acabara el funeral iría directo a la escuela.
Colgué el teléfono y se me acercó el dueño de la editorial, tuvimos una conversación de unos dos minutos, supe que algo escondía, porque le costaba trabajo sacarlo a la luz.
—Dilo ya —le dije.
Entonces me dijo que la editorial había decidido prescindir de mi contrato, que mis malas reseñas estaban comenzando a afectar incluso las demás obras de otros autores del catálogo. Cuando todos se marcharon comenzó a llover. Caí de rodillas en el lodo del cementerio.
No todo estaba perdido, aún podía llegar a tiempo a la escuela, solo debía volver a casa y cambiarme de atuendo, con suerte y recuperaría a Marla y a José Daniel, ninguna otra cosa importaba.
Seguí el plan, volví a casa, cambié mi ropa, entré a la oficina por mi chaqueta y justo antes de salir, noté algo fuera de lugar… El escritorio estaba vacío, para mi desgracia el manuscrito había desaparecido, José Daniel debía haberlo tomado. No podía permitir que lo leyera. Salí enseguida y busqué un taxi, me apeé sin pagar, entré a la escuela, explicándole al guardia el asunto, en la explanada pavimentada central de la escuela estaban sentados los niños, a un costado observaban los padres, todos guardaban silencio. José Daniel estaba en el escenario, sosteniendo el manuscrito en sus manos.
Marla se me acercó y me abofeteó.
—Estás enfermo, Ricardo, cómo se te ocurre, es que ni siquiera cambiaste los nombres del cuento. ¿Planeas ahogarnos a José Daniel y a mí? ¿Es eso lo que quieres?
Miré más allá, una de las maestras en el escenario reconfortaba a José Daniel, hasta que este sonrió de nuevo, luego brincó e hizo una pirueta en el aire para bajar del escenario.
Crujió como una cáscara de huevo quebrándose.
José Daniel quedó inmóvil en el suelo, su cuello torcido en un ángulo imposible.
Empujé a Marla y salí corriendo hacia el escenario. Tomé el manuscrito y lo leí de inicio a fin, algo debían de tener aquellas malditas palabras. Escuché los gritos de Marla.
Levantó la mirada del cuerpo de nuestro hijo y me miró con odio.
—Tan enfermo estás que lo primero que hiciste fue… —ya las palabras no le salían.
—Fui yo —dije.
—¿Qué?
—Fui yo, yo lo maté, con estas palabras.
—¿De qué demonios estás hablando, Ricardo?
Marla se levantó y se dirigió hacia mí con la intención de arrebatarme el manuscrito.
—¡Dame eso, infeliz!
No podía permitir que ella también lo leyera. Tres de tres, tres personas habían leído el manuscrito y tres habían muerto, ya no era una coincidencia, no podía permitir una cuarta. Entonces antes de que me lo pudiera quitar, lo estrujé en una bola y me lo eché a la boca.
Lo mastiqué con dificultad y comencé a tragar.
Los pliegues del papel cortaban el interior de mi garganta.
Un sabor metálico inundó mi boca. La sangre impregnó el papel, convirtiéndolo en una masa espesa.
Intenté toser, escupir, pero no podía.
Me faltaba el aire, una niebla negra tapaba mis ojos.
De pronto recuperé la vista, me esperaban tres figuras, las reconocí de inmediato, eran mi madre, Raúl, y José Daniel. Pero sus cuerpos eran de color marrón, tenían alas, seis patas y antenas en sus cabezas, sus ojos eran negros y enormes, y todos juntos pataleábamos desesperados en las profundidades de un mar olvidado.