Es común que la gente atribuya todo tipo de eventos sobrenaturales en casas embrujadas a los espíritus de los muertos. Almas en pena tras una muerte accidental, algún pobre diablo que murió antes de tiempo, una niña en busca de venganza contra su abusador, o una anciana que pereció a causa de la soledad. Pero estas ideas son erróneas, los muertos no se quedan en este mundo para enmendar asuntos pendientes o atar cabos sueltos; no, los responsables de lo paranormal también somos parte de este mundo, como cualquier otra creatura. ¿Nuestro secreto? Todavía no existen herramientas creadas por los humanos para medir ni verificar nuestra presencia, mientras decidamos mantenernos ocultos.
Habito esta vieja casa de goteras persistentes, tablas rechinantes y tejas musgosas desde que se irguió la primera viga cincuenta y tres años atrás. He visto pasar más familias que veranos aquí, ninguna ha soportado mi presencia. La desesperación de los inquilinos es mi alimento. Cómo explicar la saciedad, el éxtasis de ver cómo un par de pensionados, entre gritos y lágrimas, prefieren el frío y la oscuridad del exterior en plena noche de invierno ante el incesante acoso de mis artimañas.
He sido testigo de parejas felices que acaban con sus matrimonios, cuando decido hostigar a una persona, para que la otra pierda toda paciencia y respeto por su semejante. Es siempre lo mismo, una oración por acá, un crucifijo por allá. Luego las inevitables visitas del cura local, con sus infructuosos exorcismos. Los dejo en paz unos días, tan solo para que piensen que funcionó, y luego volver al acecho, con más crueldad.
Nunca faltan los agnósticos cobardes que, traicionando sus endebles convicciones, acuden a los mal llamados “caza fantasmas”. Un tropel de ineptos con sus instrumentos pseudocientíficos que apenas logran acaparar el asombro de los más ingenuos. Se apoderan de la casa por semanas, captando señales, ruidos, presencias inexistentes y una sarta de mediciones irrelevantes para justificar su profesión. Con estos también conviene mantenerse oculto, no por miedo a ser descubierto, sino para que algún día vayan a la tumba con la certeza y el sinsabor de haber desperdiciado la vida en mentiras y estafas.
Por supuesto, no todo puede ser perfecto. En aquella primavera de 1937, tuve la desgracia de acoger a un nuevo inquilino, de los peores que hay: soltero, incrédulo y egocéntrico, mas no ególatra, porque para este lo único que importaba era él, pero se odiaba a sí mismo sin recato. Recién egresado del manicomio, con las cicatrices frescas de la electroterapia, y una dieta a base de etanol; sin duda aquel infeliz sería un hueso duro de roer.
Lo más frustrante era escoger el momento adecuado para manifestar mis fechorías, que este individuo todo lo atribuía a la embriaguez, o a la resaca. Situaciones que harían huir despavoridos a otros, a este le parecían curiosas y hasta graciosas.
—Necesito dejar de tomar —decía con frecuencia al no encontrar explicaciones satisfactorias.
Decidí mantenerme oculto por un tiempo, derrotado, aunque no desmotivado. Debía de estudiar a mi presa, conocer sus debilidades, ya que lo habitual no funcionaba en él, necesitaba aprender nuevos trucos.
Fue sorprendente ver cómo una mañana, como cualquier otra, mi presa se despertó de —lo que parecía ser— buen humor. Por primera vez, desde la mudanza, tomó una ducha, incluso se lavó la boca. Del closet extrajo una vestimenta que, a simple vista, era de una costura finísima. Se había convertido en otra persona.
El timbre sonó, y él, sin chistar, bajó las escaleras para recibir al invitado, o más bien, a la invitada. Mi primera suposición era que se trataba de algún familiar, era muy joven para ser su madre, ¿quizá una prima o hermana? La invitada examinó la vivienda con algo de nerviosismo, caminaba despacio, aferrada a una libreta contra su pecho.
—Sé que esta casa tiene mala fama, justo por eso la elegí, así siento que nunca abandoné el manicomio del todo —dijo el inquilino.
—El hospital psiquiátrico —corrigió la mujer.
—Eso… Pero descuide, esa fama son solo patrañas inventadas por gente supersticiosa. Por favor, tome asiento.
Fue entonces cuando entendí que aquella mujer era su terapeuta. La vestimenta profesional, los gestos contundentes y la manera en que se dirigía al “paciente” con tan poca calidez, pero aun con una pisca de compasión, la delataban.
Conversaron por poco más de una hora. El paciente confesó que tuvo algunos episodios alucinógenos los primeros días, algo que me enfureció. Aquellos episodios no eran más que mis primeros intentos por socavar la sanidad de mi víctima.
—Espero que no haya recaído —dijo la terapeuta.
—Por favor, ¿le parezco a alguien con problemas de alcohol? —respondió el paciente.
La terapeuta no contestó. Se limitó a agendar la siguiente cita, luego se despidió y se marchó. Percibí algo en su caminar, una urgencia como si alguien o algo la siguiera, algo de lo que ella misma dudaba. Me regocijé.
Aquellas visitas se repitieron, más o menos, cada dos semanas. El inquilino mantenía siempre la misma rutina: el aseo de cada dos semanas y las mentiras sobre su estado etílico. Necesitaba explotar aquella debilidad. Con frecuencia lo escuchaba llorar en medio de unos chasquidos metálicos, siempre a solas en su alcoba. Luego, cuando estaba ebrio, cambiaba las lágrimas por blasfemias y los clamores por rabietas destructivas.
—Hoy se cumplen tres meses de sobriedad —dijo la terapeuta—. Felicidades.
—No ha sido tarea fácil —respondió el paciente, haciendo gala de una sonrisa falsa y forzada, jugueteando con algo en sus manos.
La terapeuta le preguntó qué era aquello con lo que hacía aquel chasquido metálico. El inquilino le mostró un encendedor de aluminio, un viejo artilugio, fabricado por su propio padre.
La mujer se disponía a salir cuando tropezó con una botella de licor media vacía. La botella rodó por el suelo, dejando a su paso aquel líquido del que su paciente no se podía resistir. Imperó el silencio por unos instantes. La terapeuta horrorizada y a la vez decepcionada, el paciente incrédulo y sin entender cómo había llegado esa botella hasta ahí. ¿Y yo? Yo estaba muerto de risa.
No tardó el paciente en espetar mil y una excusas. La mujer se puso de pie, inmune ante sus mentiras, advirtiéndole que se vería en la obligación de reportar aquel incidente si él no dejaba el trago. El hombre sucumbió de rodillas, luego se enrolló como un animal herido, gimiendo por piedad y prometiendo que dejaría el vicio, todo con tal de no volver al hospital.
—Debe confesar por qué puso esa botella allí, ¿es una especie de broma? —dijo ella.
—Se lo juro que no fui yo —respondió él.
—¿Entonces quién?
—¡No lo sé! ¡No lo sé!
—¿Pérdida de memoria, quizá?
—Nada de eso, le aseguro que no fui yo.
La mujer sacó de su bolso unas píldoras, explicándole que le ayudarían a concentrarse mejor, a fortalecer la memoria y a controlar los delirios. Advirtiendo, eso sí, que primero debía dejar de beber. Obligó al hombrecillo —cuyo andar era ahora más jorobado, más cabizbajo, más sumiso y más patético— a deshacerse de todas las botellas, y entre ambos recorrieron cada habitación para recolectar todo el licor, que no era poco.
Las siguientes noches fueron exquisitas. No dejé dormir al inquilino, hacía ruidos en otras habitaciones para verlo caminar asustado con el encendedor de su padre, dudando de sí mismo. Apenas cerraba los párpados, no tardaba en susurrarle algo al oído. En ocasiones instruía a las cucarachas para que trepasen su cuerpo. Con frecuencia enviaba a las ratas a morder sus pies. Y más de una vez abrí las ventanas para que el frío y la niebla reptaran en la habitación. El pobre diablo siempre acababa acurrucado en una esquina, sollozando, tiritando y arrancándose los cabellos.
En la siguiente cita, el inquilino confesó a la mujer todas aquellas anomalías. Y para mi sorpresa, la terapeuta le aseguró que eran síntomas usuales de la abstinencia, que posiblemente eran alucinaciones. Yo no podía permitir aquello.
—¿Cómo le va con las píldoras? —preguntó ella.
—Aún no empiezo el tratamiento, quiero creer que no lo necesito —respondió él, mirando al suelo, dócil como un perro, y siempre con el encendedor en mano.
Durante la noche, hice un ruido en la cocina. El inquilino bajó al instante, y en una mesa encontró lo que tanto extrañaba.
—¿Cómo llegó esto aquí? Creí que…
Había creído mal. Cuando se dieron a la tarea de desechar todo el licor, no pude resistirme en ocultar unas cuantas botellas de emergencia.
—Esto no está bien, es una broma, alguien está jugando conmigo… —dijo.
El inquilino empujó las botellas de la mesa, rompiéndolas al instante, hiperventilaba al percibir el olor del licor en el suelo, las venas rojas se propagaban en sus ojos. Corrió de vuelta a su dormitorio, pero al llegar, encontró otra botella en la mesita de noche. Se disponía a empujarla también, pero algo lo detuvo. Sudaba profusamente, se relamía los labios y se enjugaba la frente con el dorso de una temblorosa mano. Abrió la gaveta de la mesa, extrajo las píldoras, engulló un puño y terminó de tragarlas con media botella de licor.
Como impactado por un rayo, cayó al suelo y se golpeó la cabeza en las tablas. Espuma blanca comenzó a salir de su boca, y fue la primera vez que me vi obligado a intervenir. Lo levanté y recorrí los pasillos. Sus ojos perdidos danzaban de lado a lado y con la boca entumida logró balbucear: «aléjate de mí, Satanás». Lo senté en la bañera y dejé caer agua helada sobre él, luego me marché antes de que despertara otra vez.
Sin duda, mi momento más humillante. Salvar la vida de mi víctima. No podía dejar morir a ese hombre, porque, ¿de qué sirve el sufrimiento, si no hay quien lo sienta?
Durante dos semanas, el inquilino vagó sin rumbo, se bebió todo el licor y las píldoras que quedaban. Se comía las uñas, miraba alrededor, se asustaba con el sonido del viento y hasta con el silencio. Llegó el día de una nueva sesión, pero esta vez no hubo aseo. El inquilino recibió a la mujer en su peor estado, en su estado común. Con ese hedor de los habitantes de la calle, con el aspecto de un cuerpo recién desenterrado, y la actitud de un pirata náufrago.
La mujer se sorprendió al verlo así, tragaba en seco y parecía más nerviosa ante la presencia del paciente que del fúnebre estado de una casa llena de insectos y roedores, una casa oscura y olvidada.
El paciente confesó el episodio en que estuvo a punto de perder la vida, con lujo de detalles: de cómo se golpeó la cabeza en las tablas, del pozo de sangre que quedó en el dormitorio, y las gotas carmesí que trazaron un camino hasta la bañera. Le explicó cómo una silueta pálida y ardiente lo tomó de las axilas para arrastrarlo hasta el baño, describió mis dientes filosos, mis ojos vacíos, mis flecos húmedos y mi fétido aliento a pudrición.
Nunca antes alguien había visto mi verdadera forma.
La terapeuta no parecía creer ninguno de aquellos disparates, pero el inquilino le mostró las quemaduras de la piel. Enseguida, la mujer infirió que aquellas marcas se debían a heridas infligidas con el encendedor, y que sin duda no le quedaba más opción que referirlo de vuelta al hospital psiquiátrico.
Yo estaba listo para saborear la victoria; un inquilino más abandonaría mi guarida.
Pero fue entonces que el paciente cayó de rodillas a los pies de la terapeuta y dijo:
—Usted no entiende que hay alguien más aquí, ¡el mismísimo maligno!
La mujer insistió en que todo aquello era producto de una imaginación alcohólica. Luego reprendió al hombrecillo, por haberle mentido y guardado aquellas botellas de alcohol.
—No puede llevarme de regreso, por favor, prefiero vivir aquí con el diablo que estar encerrado allá —suplicó él.
—No tengo más opción —aseguró ella.
Cuando la mujer se dispuso a salir, encontró la puerta trancada. Se volteó enfurecida, solo para recibir el crujiente vidrio de una botella en la cabeza. Comprendí que presenciaría por primera vez la muerte de alguien, porque nadie había vivido en mi guarida lo suficiente para morir.
El inquilino arremetió contra la mujer una vez más con la botella rota y empapada. La sangre inundó el suelo, mezclándose con el licor.
—Tal vez tenga usted razón y el diablo sí habita en mi cabeza —exclamó el enfermizo inquilino.
Se arrastró de cuatro patas y, ante la pálida mirada de la mujer, se bebió toda la sangre mezclada con el licor del suelo. Una vez ebrio de la esencia de su víctima, sacó el encendedor y se prendió fuego a sí mismo. Las llamas se esparcieron por la vieja madera en segundos.
Y mientras miraba mi guarida colapsar, juré escuchar los desesperados aullidos de aquellos dos, y nunca supe si reían o lloraban.