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Día de las Elecciones

Escrito por: Isaac Mariano
Editado por: Laura M. Maté


Todos nos comíamos las uñas de los nervios porque era el día de las elecciones. La incertidumbre estaba a la orden del día. Pero yo ya había tomado mi decisión: iba a votar por el doctor Braulio, el mejor presidente que ha tenido este país.
Por la mañana salí a caminar. En la calle había mucha tensión, lo sentía en las miradas agachadas de los transeúntes envueltos en gabardinas y en el ligero temblor de sus labios, se leía en los rostros entumecidos de quienes veían las noticias en los escaparates de las tiendas de electrodomésticos. Ya nadie quería debatir al respecto. Todos teníamos miedo; revelar la intención de voto era un riesgo innecesario, en especial después de la desaparición de aquella chica del megáfono que se paraba en el centro de la plaza a hablar pestes del doctor Braulio, el mejor presidente que ha tenido este país. Nadie quería acabar como ella.
En un principio no le di mayor importancia, puesto que mi inclinación electoral era bastante neutral, casi rayaba el azar. Es que ¿qué diferencia había entre uno y otro? ¿Acaso no era lo mismo? Pero luego escuché sus monólogos mientras esperaba el tranvía que me llevaba al trabajo todas las mañanas. Me enfadé y me indigné, debía tomar una decisión. Tras aquella campaña de desprestigio, no me quedó más remedio que darle el voto a ese gran hombre, el doctor Braulio, el salvador de este país.
Me detuve enfrente de un escaparate antes de emitir el voto. En esta contienda no existen restricciones en la propaganda. Incluso cuando sale uno de votar, sigue el bombardeo mediático. Es cruel pero entendible; si yo estuviese en esa papeleta, no querría desperdiciar ni un segundo. Cada voto cuenta. En la pantalla bañada de estática por compartir la señal con los demás televisores, apareció una mujer con el cabello teñido de castaño y el rostro hinchado de tantas neurotoxinas que se había inyectado en la vida. Parecía una señora decente, vanidosa pero decente. Su fisonomía me impedía empatizar con ella. Su rostro ni siquiera cambió cuando las lágrimas le recorrieron las mejillas. Mientras, pronunciaba una campaña de súplicas, pidiendo a toda la audiencia que consideraran votar al doctor Braulio, el esposo modelo, el padre de familia más ejemplar.
A mi lado, un sujeto con un sombrero de fieltro que le tapaba los ojos exhaló el rancio humo del cigarro antes de arrojarlo al piso. Lo aplastó con la puntilla de un zapato perfectamente lustrado. Alzó la mirada asegurándose de entablar contacto visual conmigo y negó con la cabeza con una mueca de desprecio.
—¿Está escuchando esas patrañas? —me preguntó, con una voz ronca pero aguda.
No me atreví a contestar. Cualquier respuesta y cualquier gesto podrían ser vinculantes, con esa gente nunca se sabía. Aquellos zapatos me pusieron los pelos de punta. Preferí no seguirle el juego, que lo que yo me jugaba era el pellejo; no quería ser esa chica, no quería desaparecer.
Todos cargábamos algo de culpa. Emitir un voto no era tarea fácil. Mi tía era una de esas mujeres devotas, de esas con exceso de consciencia, y en la confidencia que solo se tiene con la familia nos había insinuado que le hacía al voto nulo.
—A mí que no me carguen con esa culpa —decía cada vez que tenía la oportunidad. Nosotros le decíamos siempre que bajara la voz, que no sabemos qué se ocultaba dentro del cajón del televisor.
¿Sería realmente pecado elegir? Había quienes decían que sí; voces que habían sido silenciadas de una u otra forma.
Asistí a la urna, como dicta la ley, porque las penas por no hacerlo son severas.
Ya era tarde y mi decisión estaba tomada: no importaba lo que hubiera al otro lado, mi voto fue para el doctor Braulio. Marqué la equis en la papeleta y la deposité en la urna. Agradecí a las fiscales presentes y les deseé buena tarde. Ninguna de las dos respondió. Cerré el pico y me devolví a casa sin alzar la vista. Me cubrí medio rostro con la bufanda, pues aún era consciente del peligro. Temía revelar mi voto accidentalmente. Seguí mi camino. Con frecuencia echaba vistazos a los ventanales de las tiendas y los autos parqueados para asegurarme de que ningún personaje me persiguiera.
Cuando llegué a una esquina, esperé a que el oficial de tránsito hiciera la seña para el cruce de peatones. Arriba de él, en el balcón de un refinado hotel que hacía esquina, habían instalado una pancarta enorme en apoyo al doctor Braulio, el mejor doctor que ha existido.
Cuánto dinero, cuánto despilfarro, ¡cuán generoso debía de ser aquel presupuesto! Quizá los rumores eran ciertos, aquellos que hablaban de las ventas desesperadas de sus bienes raíces, sus empresas y su rara colección de autos deportivos. Todo con tal de financiar la campaña. Solo a estas alturas se puede conocer a los políticos con verdadera profundidad.
Todavía recuerdo la primera denuncia popular de la chica desaparecida. Lo acusaba de malversar los fondos de ministerios creados por su partido. Decía que inflaban los salarios de funcionarios elegidos a dedo, salarios que acababan en fondos de inversiones para sus propios intereses. El doctor Braulio, el inversionista más astuto.
También recuerdo otro de los muchos discursos: de cómo el doctor concesionaba a ciertas constructoras, cuyas juntas directivas siempre eran lideradas por el mismísimo doctor Braulio, el hombre de negocios más sagaz.
Podría seguir y seguir. Podría describir cada una de sus aventuras de explotación y acaparamiento, de sobornos y extorsiones. Aquella chica se encargó de describir cada crimen en lenguaje común. El foso de corrupción parecía no tener fin. Y aún pasarán los años desde el día de las elecciones y seguirán apareciendo más escándalos. Estoy seguro de que la chica hubiera seguido y seguido de no ser porque la hicieron desaparecer.
—Ella se lo buscó —escuché a mi jefe decir unos días atrás.
Ya eran las ocho de la noche, lo que significaba que pronto todo iba a acabar. No mucho más tarde, las campañas caducaron, las campanas comenzaron a sonar y la gente se movilizó para ser testigos una vez más de esta… ¿fiesta? democrática.
Si existe algo más fuerte que la culpa, eso es el morbo. Y precisamente por eso abandoné mi casa. Por primera vez decidí asistir al gran escenario donde se anunciarían los resultados.
Arriba, bajo la luz blanca de los reflectores, estaban el doctor Braulio y su contrincante. Y un pelotón de oficiales de seguridad resguardaban el perímetro.
Lo sabía, lo sabía, ¡lo sabía! Algo me lo decía. El doctor Braulio iba a obtener la mayoría de los votos. ¡Sí! Mi corazón estaba palpitando, no rápido, sino fuerte. Lo sentí en la sien.
¿Qué sentirían ellos dos? Se les notaba inquietos, encandilados, nerviosos, con los puños cerrados y las tráqueas tragando una saliva inexistente.
El fiscal general dio la noticia:
—Con un total de 213,653 votos, el doctor Braulio obtiene la mayoría necesaria en estas elecciones. Agradecemos a todos los participantes su tiempo. Ustedes hacen de este país un lugar mejor.
El público erupcionó. Fue como si todo lo que nos callamos durante la campaña hubiera estallado en ese momento. El peligro de ser desaparecidos ya no existía.
Los guardas se acercaron a cada lado del doctor Braulio. Estaba pálido de tanto sentimiento, y tenía los ojos rojos de tanta lágrima. Siempre se dijo que era un hombre que valoraba la dignidad. Es por eso que rechazó la escolta de los guardas. En su lugar, lo acompañó su esposa, también sumida en un llanto profundo. No sé a qué venía aquel gesto inútil, pero supongo que las apariencias había que mantenerlas. A sus dos hijas, de seis y doce años, no se las veía por ninguna parte. Sería una vida muy peñascosa la que vivirían a partir de entonces.
Finalmente, sus piernas cedieron y cayó arrodillado.
Asomó la cabeza a través de la ventanilla.
La audiencia expectante hizo silencio.
El fiscal dio la señal al verdugo y este activó el mecanismo disparador.
Y con un chirrido agudo, la navaja descendió sobre su víctima.