Leí la nota adherida a la puerta del viejo apartamento antes de salir. Me echarían a patadas si no pagaba la totalidad de la renta de los últimos tres días. Atrasarse tan solo un día era considerado un delito grave. Había agotado mis ahorros y aún no encontraba trabajo.
Muchos nos preparamos cuanto pudimos para la venida de la inteligencia artificial. Ni siquiera los que teníamos títulos y experiencia para blindar nuestro futuro nos salvamos. Es que no hay nada que hacer, que no haya sido ya automatizado.
Decían que, en el futuro, el ser humano se dedicaría a sí mismo cuando no hubiese necesidad de trabajar, lo que no nos dijeron es que sí habría necesidad de comer. Esa vida era solo para los que se podían dar el lujo. Los demás todavía tenemos que sobrevivir, y sin ingresos es imposible. A nadie parece importarle, nadie tiene tiempo para cambiar las cosas, solo nos alcanza la vida para buscar el siguiente bocado. En las noticias no se habla de nada más que de guerras, bélicas y comerciales. Hay que ver el lado positivo, ya no existen los soldados, hasta las guerras se han automatizado.
—¿Buscando trabajo? —dijo un sujeto de traje barato y sucio, exhalando un vapor frutal de una boca a la que le faltaban la mitad de los dientes.
Cosa que se comprase, que no fuese para comer, se consideraba lujo… Y fumar, solo los pudientes. Aunque, juzgando por el aspecto de aquel hombre, bien se podría decir que se alimentaba de humo. Le respondí que sí.
—A la vuelta de la esquina, la segunda entrada, la de borde de neón, subiendo las escaleras, cuidado con los indigentes —dijo, antes de botar el cigarro electrónico al suelo, junto a la demás basura. Luego se esfumó dentro de un callejón oscuro, como si fuese uno con la niebla.
Seguí las direcciones al pie de la letra, ingresé a un recinto de aspecto abandonado, con fluorescentes estroboscópicos de mal augurio. No había nadie en la sala de espera, y la ventanilla de atención estaba cubierta de malla de metal. Me acerqué y, para mi sorpresa, no me contestó una voz artificial, sino una mujer pasada la edad de pensión. Todavía recuerdo cuando existía el concepto de pensión.
No me dirigió la palabra, tan solo me entregó un panfleto y una píldora verde. Luego señaló con un dedo gris y esquelético hacia una puerta que juro que no estaba allí cuando llegué segundos atrás. Era imposible divisar más allá del umbral. Pero no tenía otra opción más que entrar.
El panfleto instaba a ingerir la píldora, así, en seco —el agua era el lujo más grande—, sin más explicaciones de para qué ni qué hacía. Lo hice. El siguiente pliegue del panfleto pedía tomar asiento en una silla de esas como de dentista. Levanté la mirada e inexplicablemente la silla estaba allí frente a mí. Tomé asiento, y de pronto las paredes, el suelo y el techo comenzaron a unirse, giraban y parecían estrujarme desde todas direcciones. Mis uñas estaban incrustadas en el vinilo de la silla; estaba pronto a vomitar. Sentí que alguien me sujetaba de las muñecas, pero eran unas fajas de cuero. Luego otra sujetó mi cuello por detrás, y desde arriba una especie de casco de hierro herrumbrado, de tornillos flojos y cables colgantes, aterrizó en mi cabeza.
Cuando desperté, estaba de vuelta en la sala de espera, la puerta ya no estaba en la pared. Me asomé por la ventanilla, y la mujer extendió su frágil mano con una hoja de papel. La leí.
Compatibilidad cerebral: 100%
Integridad neuronal: 99%
Evaluación del candidato: Excelente
Estado: Contratado
Fecha y hora de inicio: Inmediata
La mujer colocó un frasco plástico de píldoras verdes en el mostrador de la ventanilla. Esta vez, el dedo esquelético señaló hacia otra dirección, en la cual también encontré otra puerta abierta. Caminé en aquella dirección, y a mis espaldas la mujer espetó una advertencia con una voz de madera crujiente:
—Una píldora después de cada jornada, sin falta. Recargas una vez al mes, sin reemplazos por pérdida, expiración o adicción.
El frasco era sencillo, sin etiqueta alguna; las regulaciones ya no existían.
Estaba a punto de someterme, según explicaba el panfleto, a un nuevo procedimiento llamado Suspensión de Fritz. Las guerras comerciales habían exacerbado la escasez de materia prima y el flujo de componentes electrónicos, de manera que era imposible para las corporaciones mantener al día su infraestructura en línea. Ellos tenían todo el dinero del mundo, y ni así podían costear los centros de datos. Aquí es donde entra el visionario Fritz Nielsen, creador de aquel novedoso método que permitía utilizar nuestros cerebros como servidores de cómputo. En su momento fue expulsado de todo colegio y comunidad internacional, además de etiquetado de loco, pero cuando la necesidad surgió, de pronto fue elevado en el más alto de los pedestales científicos y tecnológicos.
Leí los términos del contrato, me sometería a suspensión durante una jornada de 14 horas diarias, dos menos que una jornada laboral estándar. Y se me remunerarían setecientos créditos, equivalentes a un cincuenta por ciento de mi anterior salario, una ganga. Acepté sin chistar.
En el interior de la recámara encontré a una señora sentada a la espera. Tomé asiento junto a ella.
—Nunca lo había visto por aquí, ¿es nuevo usted? —me preguntó, con una voz temblorosa.
—Sí, es mi primer día —contesté.
La mujer asintió despacio sin quitarme la mirada de encima. Le calculé unos cincuenta años. Supe que algo le carcomía, uno de sus párpados saltaba y su mano izquierda no paraba de temblar. Le sonreí, forzosamente, de esas sonrisas incómodas e insostenibles como último recurso ante la incomodidad de lidiar con un extraño.
—¿Puedo preguntarle cuál es su nivel de integridad? —Finalmente se atrevió a preguntar, titubeando.
—Setenta y siete —mentí involuntariamente. Por alguna razón, desconfié de aquella pregunta.
—¡Menos mal! Dos puntos por encima del mío. Temía que fuese a reemplazarme si tuviera usted, digamos, más del noventa por ciento, como casi todos los jóvenes… Aunque aquí, en este centro de datos, son muy pocos los jóvenes que vienen a buscar empleo. Y es que a los de setenta de integridad nos pagan apenas setecientos créditos, ¡pero he escuchado que por encima de noventa pagan hasta el doble!
Mi desconfianza mutó rápidamente a lástima, y ya que la señora estaba tan hablantina y honesta, decidí preguntarle algunas cosas:
—¿Puede decirme qué se siente…? Una vez que lo suspenden a uno, pues…
—¡Ah! No se siente nada, y tan pronto como nos conectan al racimo, nos apagan las luces —explicó en voz baja—. Luego despertamos como si nada hubiera pasado, y de vuelta a la casa a dormir más. Es dinero fácil. Y hasta he perdido un poco de peso desde que comencé.
—Y las píldoras, ¿qué tal?
—Escúcheme bien, joven, por nada del mundo puede olvidar la píldora al final de cada jornada. Es lo único que le permite al cerebro desacelerar el deterioro de las neuronas… Pero tiene otra función aún más importante: Es una especie de purgante para que nunca recordemos nada de lo que los clientes hacen con nuestros cerebros. Una vez olvidé tomarla y, créame, nunca la había pasado tan mal. Tuve pesadillas, alucinaciones, tenía memorias en mi cabeza que no eran mías, cosas que no sabía si eran reales o no, fabricadas o no… Esa vez desperté y no podía sacarme de la cabeza una escena horrible de la infancia, una infancia que no fue la mía. Caminaba al lado de un hombre desconocido y espantoso, en medio de…
—Arauz Sanabria —dijo una voz artificial proveniente de un altavoz.
—Esa soy yo —dijo la mujer. Enseguida se puso de pie e ingresó a otro cuarto por una de tantas puertas espontáneas.
Esperé mi turno. Tal como adelantó aquella señora, no recordé nada al final de la jornada. Recolecté los setecientos créditos diarios, ingerí la píldora y volví al apartamento.
Todas mis pertenencias estaban regadas por la calle. Muchas probablemente fueron robadas, o habrían sido recolectadas por el camión de la basura. El código de ingreso no servía, y la casera había bloqueado mi contacto. Con los setecientos créditos podría costear algunas prendas para el día siguiente y al menos una cama en algún hostel de mala muerte; la cena tendría que esperar un día.
Aquel lugar apestaba a humedad. Se escuchaban ruidos sordos como gritos y risas a través de las paredes, sirenas de patrullas a lo lejos, ladridos constantes de algún perro callejero y desnutrido. Almacené mis pocas cosas en el casillero designado, incluidas las píldoras, allí estarían más seguras. Al momento de cerrarlo, me llevé un sobresalto. Un viejo alto de estatura me miraba de cerca, tenía un ojo perdido y constantemente esnifaba.
—Es mejor que tenga cuidado —me dijo, con una tos acuosa.
—Oiga, no quiero problemas —respondí.
—Me refiero a las píldoras, es mejor que renuncie a esa mierda en cuanto pueda…
—¡Ah… eso…! Es algo temporal, solo un par de semanas y ya.
—Lo mismo dije hace tres años.
Pronto descubrí que aquel viejo compartiría la cama doble conmigo. Era una bodega con alrededor de quince camas dobles. Todas estaban ocupadas al máximo, o incluso más; en una de ellas había una pequeña familia entera. Abundaban los susurros de la gente. En algún momento dos inquilinos se dieron de golpes. Por la noche, otro hizo sus inmundicias en la esquina del recinto. Conciliar el sueño era casi imposible. Me sorprendió que el viejo fisgón no se despertase con sus propios ronquidos. Sentí que si dormía, mi vida corría peligro.
Por la mañana me dirigí de nuevo al centro de datos. Ya iba sobre tiempo, así que corrí. Al llegar, me encontré un alboroto en la sala de espera. Para mi sorpresa, era causado por el viejo fisgón del hostal. En la sala también estaba la señora Arauz. Le pregunté qué sucedía, y me explicó que el viejo había llegado al final de su vida útil.
—¿Vida útil? —pregunté.
—Sí, su integridad ya bajó de cincuenta por ciento —agregó.
La integridad de aquel viejo se había estrepitado en tan solo tres años, quién sabe cómo iría a afectar aquello su día a día. Su cerebro habría de estar frito.
—Pero eso le pasa por gastarse las píldoras —continuó la señora—. En más de una ocasión lo encontré moliéndolas sobre el tanque del inodoro para luego inhalarlas… Por eso pasa esnifando todo el tiempo. Hoy llegó a exigir que le den más… pero todos sabemos que eso va en contra del reglamento.
El viejo arremetía contra la malla de la ventanilla, hasta que sangre comenzó a salpicar de sus puños. Cuando los puños no sirvieron, siguieron los cabezazos, luego los mordiscos; intentaba roer la malla de metal como si fuera un roedor. Las blasfemias que salían de su boca pronto se convirtieron en incomprensibles bramidos. La señora de manos esqueléticas gritaba histérica desde el otro lado, aferrándose a la esquina del pequeño cubículo.
Me preparaba para abandonar aquel lugar cuando entró un cuerpo de agentes de seguridad. Todos a la vez dispararon sus armas eléctricas sin advertencia alguna. El viejo cayó al suelo paralizado, y allí mismo le dieron una paliza. Segundos después, el viejo recobró el conocimiento; lucía completamente distinto a la noche anterior, parecía un cadáver desollado de pómulos hundidos y dientes quebrados. Los agentes lo invitaron a largarse, y, a como pudo, se arrastró hasta desaparecer gradas abajo.
Cuando regresé al hostel por la noche, encontré el candado del casillero destruido. Me apresuré a revisar los contenidos, pero todo estaba en su lugar. Excepto por una cosa… el frasco de píldoras. Miré alrededor; nadie parecía haberse percatado del siniestro. Maldije en voz baja y regresé a mi cama; esa noche dormí solo: eso fue lo que acabó por confirmar quién había sido el culpable del robo.
No sentí ningún efecto adverso inmediato y habría conciliado el sueño sin problema, de no ser por los cuestionables y desafortunados eventos del hostel y sus inestables inquilinos.
Al pasar las horas, sentí un malestar estomacal. Algo en mí ansiaba la píldora, y me apresuré a la sala de espera del centro de datos. Intenté explicarle la situación a la señora de la ventanilla de atención, pero parecía ignorarme del todo. Insistí e insistí y finalmente me dijo que cómo habría aquel hombre de hacer algo si los agentes lo habían asesinado. Aquello me pareció extraño, yo mismo lo vi abandonar el recinto con vida, en paupérrima condición, pero con vida. La mujer comenzó a reír a carcajadas, y con su dedo gris y esquelético apuntó en mi dirección. Aquello me irritó más de la cuenta y me aferré a la malla, la sacudí y exigí que me dieran un nuevo frasco, pero la vieja seguía riendo. Aquel dedo, cuya uña parecía el aguijón negro de un escorpión, se alargó de manera que atravesó uno de los agujeros de la malla. No entendía qué estaba sucediendo; sin embargo, mi primer instinto fue morderlo con tal fuerza que le arranqué el dedo. Poco pareció importarle a la vieja que, sin cesar de reír, apuntó con el dedo índice de su otra mano. Perdí el control y comencé a golpear la malla hasta que mis puños sangraron. Desde las sillas en la sala, la señora Arauz miraba con unos ojos torcidos. Extrañamente, vestía como uno de los agentes, luego me apuntó con un arma eléctrica. Escuché el chisporreo eléctrico del arma y desperté en medio de la noche, sudando frío, en la cama vieja del hostal. Todo fue una pesadilla.
Transcurrió una semana, y decidí no decirle a nadie acerca de las píldoras robadas, pero fue difícil disimular cómo mis párpados saltaban y mis manos temblaban. Pensé que podría resistir hasta el mes siguiente. Cada lunes había que someterse a un examen de integridad, y fue allí donde realmente me asusté; mi porcentaje de integridad había bajado de noventa y nueve a ochenta y dos por ciento. Por impulso le comenté a la señora Arauz.
—¿Ochenta y dos? —preguntó sorprendida—. Pero si antes me dijo que era setenta y siete… ¡Nunca había escuchado de alguien que aumentara su porcentaje de integridad!
—Habrá de ser un error en el examen, entonces… —dije con voz temblorosa, percatándome de mi error.
Los días transcurrieron como de costumbre. Mas no las noches… No podía distinguir la diferencia entre un sueño y una sesión de suspensión. Comenzaban a parecerse muchísimo, sentía que mi mente ya no me pertenecía, incluso fuera del centro de datos. Al inicio, las sesiones de suspensión eran una nebulosa imposible de acceder, es decir, lo que hiciesen los clientes con mi poder cerebral era cosa de ellos, yo no tenía ingerencia ni memoria alguna, todo esto gracias a las píldoras. Pero ahora tenía una ventana abierta hacia un nuevo mundo de depravación y corrupción a un nivel que nunca había imaginado. Podía ver, escuchar, probar y oler toda clase de eventos que solo podía rezar para que fuesen fabricados. Asaltos a mano armada, atentados terroristas contra civiles, niños y animales reventados como consecuencia de tantas guerras en todo el mundo. Todo eso sin llegar a mencionar las obscenidades y crímenes contra la decencia y la inocencia que se procesaban en mi cabeza en esas largas horas de suspensión.
Aquello no estaba bien, y sin embargo no había freno, era algo arraigado en la población. Si toda aquella actividad generaba lucro y ofrecía una salida para la publicidad más agresiva y descarada que se había visto en la historia, entonces era avalado y propiciado por las leyes actuales.
Intentaba, en la medida de lo posible, no dormir para no revivir toda aquella basura. Luego mis ojos abiertos reproducían las imágenes, mis oídos escuchaban las voces, risas y gritos, y en mi garganta abundaba el sabor a hierro de la sangre. No tenía escapatoria. Comencé a olvidar quién era yo, mi esencia misma se difuminaba en un mar de datos computarizados y almacenados a largo plazo en mi cabeza. Ya no era dueño de mí mismo.
Por fin el día llegó para obtener un nuevo frasco de píldoras. El hecho de haberlo logrado sin perder los estribos como aquel viejo fisgón fue en sí una victoria para mí. Antes de que me lo entregaran, tuve que someterme al examen rutinario.
Compatibilidad cerebral: 0%
Integridad neuronal: 48%
Evaluación del candidato: Pobre
Estado: Despedido
No tenía palabras para describir aquello. La señora Arauz se asomó para ver mis resultados y de inmediato sugirió que otra vez habría de ser un error, pero nunca había existido error alguno. El dedo gris y esquelético apuntó a la salida. Mi contrato había acabado, sin derecho a más píldoras. Hubiese llorado, pero mis ojos estaban secos, mis labios agrietados y mis dientes flojos, a punto de caer. Salí corriendo de aquel infierno, uno de mis tobillos se torció en las gradas y caí de bruces en un charco de la acera.
En mi cabeza conté mis escasos ahorros, calculé cuántos días me alcanzaban en el hostel y cuántos más si comía solo una vez al día. Luego lo dividí en dos, y decidí gastar la mitad en consulta médica. Ciertamente mi situación tenía remedio. Aún era joven, solo había faltado un mes al tratamiento; con más cuidado podría restaurar mi integridad neuronal, claro que sí, no todo estaba perdido, solo tenía que conservar la calma.
—Lamento informarle que el daño es irreversible —dijo el doctor.
—¿Irreversible? Debe ser un error, algún tratamiento debe existir —dije.
—No existe tratamiento que cure el daño neuronal. Las sesiones de suspensión son neurotóxicas. El tejido neuronal no se daña, sino que deja de existir, a menos que el paciente se medique con las píldoras adecuadas, y únicamente si son de la máxima calidad, no el genérico que dan en los centros de datos de por ahí. Mi recomendación es que renuncie a ese centro de datos y busque una nueva línea de empleo.
—No hay… No hay nada para mí… Hice todo bien, seguí las reglas del juego al pie de la letra. Fui a la mejor universidad. Seguí los mejores consejos y la mejor asesoría, ahorré cuanto pude. Todos me aseguraron que estaría preparado para el futuro, en lugar de eso, estoy hasta la mierda de deudas, sin dónde dormir, ni qué comer, sin empleo, con el cerebro de un anciano con demencia. ¡No sirvo para nada!
El doctor se puso de pie y me invitó a seguirlo.
Pasamos por dos puertas al fondo del consultorio y llegamos a un cuarto similar a una sala de espera. En una banca había tres personas sentadas, en silencio e inmóviles. Tenían los ojos en blanco y entreabiertos, y la quijada flácida; parecían pacientes con alguna enfermedad terminal.
—¿Qué le pasó a estos pacientes? —pregunté.
—¿Pacientes? No. Estos son colaboradores. Este es el centro de datos de la clínica. Contratar un centro externo es muy costoso. Además de que los datos quedan expuestos en una red que cada vez es más insegura. Aquí, en cambio, todos los datos de los pacientes están resguardados. Les damos el mejor de los cuidados, las píldoras de mejor calidad, y la carga neuronal es liviana, incluye solo material académico y perfiles de pacientes, eso es todo.
—¿Por qué me está mostrando esto?
—A diferencia de otros centros de datos de alta demanda y alto procesamiento, el nuestro no necesita un alto nivel de integridad neuronal. Si usted quisiese ser parte de este centro de datos, es más que bienvenido.
—¿Y la paga?
—La remuneración no es en créditos, sino en atención. Puede estar seguro de que su cuerpo estará en las mejores manos.
—¿Y la jornada?
—Debido a que no tenemos respaldos, la jornada es 24/7. Pero conforme crece el centro de datos, eventualmente podríamos reducir la jornada a una más razonable de tan solo dieciocho horas.
El doctor me tendió una píldora, era distinta a la del antiguo centro de datos. Solo sostenerla en la mano era suficiente para saber que era de mejor calidad. La engullí sin pensarlo dos veces. Y antes de percatarme, el doctor me había guiado hasta un espacio vacío en la banca.
—Pero entonces… si no existe remedio para mi condición, ni paga alguna, ¿entonces qué esperanza tengo para el futuro?
—Siempre hay esperanza —dijo el doctor a la vez que conectó ambos puertos del suspensor en cada una de mis orejas.
Sentí el frío metal de las agujas atravesar mis tímpanos, acompañadas de un viscoso y helado lubricante que recorría e inundaba mi cráneo; poco a poco se adormeció mi rostro, perdí la capacidad de hablar y parpadear, y mi pasado, mi presente y mi futuro se unieron en el limbo eterno de la incertidumbre.