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medusa

Cuerdas

Escrito por: Isaac Mariano


Lucía tan inocente en aquella bata verde de polipropileno. Recién cumplía los seis años, y aún tan joven, mi esposo y yo asegurábamos que Ania era especial. Desde antes de implantarle el chip, podíamos ver que tenía muchísimo qué comunicarnos. El cirujano nos aseguró que todo saldría bien, y que el procedimiento tardaría tan solo unos veinte minutos. Antes de despedirnos de ella, el cirujano removió el bozal que llevaba puesto desde que tenía un año. Fue en ese instante que vi algo que me preocupó en sobremanera, me aferré a mi marido con desesperación, y él, advirtiéndolo, envió una señal preguntándome: «¿Qué ocurre?». «Creí ver sus labios moverse», contesté con mi propia señal. «No digas disparates, es imposible, Dios nos libre de un fenómeno. Todo va a salir bien». Los niños de esa edad eran incapaces de mover la boca para otra cosa que no fuese comer. Aquella misma noche tuve pesadillas, soñaba que Ania podía mover su boca a voluntad, sus labios adoptaban formas extrañas, como si de pronto sus músculos faciales hubiesen perdido la decorosa rigidez de nuestros tiempos.
Transcurrieron los tres días de ajuste, pero algo parecía andar mal con el implante. Ania no nos enviaba señales de vuelta, a pesar de que recibía las nuestras a la perfección. Enviamos una señal remota al cirujano, quien nos respondió con la siguiente señal: «El implante ha cumplido todos los estándares de calidad. Muy pocos casos requieren más de tres días de ajuste, quizá sea el caso para Ania». Luego nos reconfortó al prometernos que pronto estaríamos recibiendo las señales telepáticas de Ania en nuestros implantes.
Pasaron dos semanas, en las que acudimos a numerosos doctores. Ninguno podía diagnosticar el impedimento que Ania sufría. Hasta que uno de ellos sugirió que Ania podía sufrir de telemutismo, o sea, que se reusaba a utilizar el implante telepático por alguna razón traumática desconocida. Quedamos devastados, estuve incluso a punto de suspirar afligida, y creí verlo a él a punto de derramar una lágrima, pero habría de estar alucinando, mi esposo jamás perdería la compostura de esa manera.
Desperté durante la noche, escuché algo extraño, algo que causó que mi corazón se detuviera. Era el mismísimo sonido del infierno, de un alma en pena, como un lamento. Mi esposo no lo percibió, creí que era una de mis pesadillas, pero luego volví a escucharlo, y supe que no era producto de mi imaginación, ¡realmente era un sonido proveniente de un humano! ¡Cuanta desgracia! Recé para que aquello no fuese real. Pero resultó ser peor que real, pues el sonido provenía de la recámara de Ania… Cuando ingresé a su dormitorio y encendí la luz, pude verla haciendo muecas horrendas, su boca se movía como en mis pesadillas, ¡oh Dios! ¿Qué hice para merecer aquello? Sus labios se abrían y se cerraban, conjurando lo que pensé que eran palabras, palabras que mis oídos no estaban habituados a interpretar. Busqué el bozal pre-quirúrgico y se lo coloqué en la boca, así Ania dejó de hablar.
Al día siguiente, al despertar, encontré una señal que mi esposo dejó en mi implante antes de irse a trabajar. Quería saber por qué Ania tenía puesto el bocal pre-quirúrgico. Respondí que lo había hecho por recomendación médica. Pocas horas después volví a escuchar aquel arreglo de sonidos orgánicos y asquerosos que solo pueden surgir de la boca de un ser humano. Era Ania, otra vez. Se había quitado el bozal para intentar hablar de nuevo. Se lo intenté colocar de nuevo, pero la infeliz me mordió como un perro. Convencida de que algún espíritu le imbuía fuerza en la mandíbula a aquella niña, la abofeteé, una vez, luego dos veces más. Con eso dejó de morder, pero lo más importante es que también dejó de hablar, luego le coloqué el bozal por añadidura. Aquella misma tarde tendríamos visitas, pero las cancelé. No fuera a someterme a la humillación de tener una hija que habla. Seríamos el hazmerreír de todos. Ania debía estar fuera del lente público hasta que tuviese el decoro de cerrar la boca.
Desesperada, contraté a una curandera experta en medicina alternativa, lo hice a espaldas de mi marido. Ella me entregó un dispositivo que jamás pensé que llegaría a mis manos. «Es música, de muchos géneros, asegúrese que la policía no se entere, no lo comparta con nadie, ni siquiera con su esposo». Una vez en el apartamento, transmití la señal del dispositivo hacia el implante de Ania, y en un principio, provocó que cerrara la boca y alcanzase el anhelado silencio. Así fue por cuatro días, mi esposo no sospechaba y estaba más feliz. El quinto día, Ania volvió a abrir la boca, esta vez imitando las señales del dispositivo. La desgracia me seguía a todas partes, Ania no solo hablaba, ¡sino que comenzó también a cantar! ¡Cómo pudo mi hija desarrollar una mutación tan horrífica, atributo de los más marginados, de esos que dicen ser artistas, insolentes y desafiantes, revoltosos, vulgares y de mal gusto! Pobres desgraciados que no pueden costear implantes telepáticos y creen que pueden andar por allí hablando como humanos primitivos. Jamás permitiría que Ania se convirtiera en algo así.
Llevamos a Ania con un psicólogo, porque a pesar de que mi marido se enteró de los deseos de Ania de cantar, sospeché que aún no sabía que tenía algo que ver con lo de la medicina alterna, la cual más bien había empeorado las cosas. El psicólogo estableció la conexión con los tres, de manera que todos podíamos recibir las señales. Él le permitió a Ania hablar, bajo la premisa de que era la única forma de obtener retroalimentación de la niña. De mi parte, no soportaba los sonidos de su boca, húmedos e impredecibles. El terapeuta comenzó preguntándole por qué no hacía uso del implante, si parecía no haber ningún impedimento para entender las señales —esto lo preguntó hablando, porque nos decía que en su campo era a veces necesario para atender a incivilizados—. Ania respondió en voz alta:
—Sin voz no hay color. Aun en compañía, me siento sola. Las señales del implante son aburridas, vacías, sin personalidad.
El psicólogo nos hizo saber que Ania mostraba un nivel de madurez avanzado para su edad. Y que la respuesta indicaba que sufría de un fenómeno llamado sinestesia, en el que sensaciones se percibían con varios sentidos de manera simultánea. Nos aseguró que no era ni bueno ni malo, pero que podría estar relacionado con su telemutismo. Para concluir, el terapeuta dejó la siguiente señal en el implante de Ania: «Es importante que no abras la boca para hablar, ya que esto no solo es de mal gusto, sino que trae gran humillación a tus padres. La base de un ciudadano respetable comienza con labios cerrados». Las demás sesiones consistieron en el uso de anestesia en los labios de la niña, en terapia de choques eléctricos, y otros tipos de tratamientos. En un principio estábamos contentos con estos tratamientos, pero estas soluciones resultaron temporales.
Nada parecía funcionar. Era desesperante escucharla hablar, salpicaba gotas de saliva cuando lo hacía, incluso hablaba mientras comía, dejando al descubierto los alimentos a medio masticar en su boca. Temíamos que nuestros vecinos supiesen de la afición de Ania por cantar. No la habíamos vuelto a sacar del apartamento, teníamos tan solo un año para corregir aquella aberración antes del inicio de lecciones.
Mi esposo confesó estar al tanto del dispositivo musical. Estaba avergonzada y le pedí perdón de rodillas. Pero para mi sorpresa, no había enojo en él, tan solo cansancio y derrota, él estaba igual de avergonzado que yo por haber recurrido a tales métodos clandestinos. Luego vino lo realmente aterrador, mi esposo había contactado al director de un circo local. Lo había ocultado para evitar la humillación pública. Me explicó que cabía la posibilidad de que Ania fuese un prodigio, y que quizá podría alcanzar grandes cosas como una de aquellas artistas controversiales, o quizá podría encontrar éxito viajando a otros países donde la gente toleraba más la indecencia que era hablar y cantar. Por supuesto, aquel prospecto me asustaba.
Al día siguiente, recibimos la visita del director. Llevaría a cabo una audición para determinar si Ania tenía futuro o no en el circo. Aquellos veinte minutos fueron insoportables, puesto que el director también hacía uso del habla, pero lo hacía más holgado, más deliberado que el psicólogo, con un absoluto irrespeto hacia nosotros. Dejaba expuestos los dientes torcidos y la lengua blanca. Ania, sonriente, cantó para él, pero al final, el director negó con la cabeza, emitiendo un sonido extraño y nasal, se estaba riendo. No diré todas las cosas groseras que dijo acerca de nuestra hija, pero concluía que no tenía ni talento ni futuro.
Sabíamos entonces que no nos quedaba otra opción.
Lucía tan inocente en aquella bata verde de polipropileno. El cirujano nos aseguró que todo saldría bien, y que el procedimiento tardaría tan solo unos veinte minutos. A pesar de lo invasivo de la operación, la paciente lograría llevar un estilo de vida normal. La ocasión fue digna de celebrar, ya que, dos días después, Ania utilizó el implante telepático por primera vez.
La laringectomía había sido un éxito rotundo.