Me enamoré de ella porque se asemejaba a un cadáver. Estaba cubierta de un cutis casi translúcido, que dejaba entrever tan solo las ramificaciones de unas venas azules, como si el hielo le corriese por la sangre. Sus labios y pezones eran difíciles de distinguir del resto de la piel. Aquello no era lo único que satisfacía mis vergonzosos deseos, sino también la rigidez que adoptaba su cuerpo durante el acto íntimo, la mueca de absoluto desinterés —nada de sonrisas ni quejas— y aquellos ojos en blanco, volteados, rehusándose a mirar la mole que la aplastaba. ¿Y cómo culparla? Si ni siquiera yo me atrevo a mirarme en el espejo. ¡Qué vista tan grotesca! Soy como una bestia torpe, grande, peluda y sudorosa con frecuencia. Y cuando me pongo encima, me asemejo a una hiena hambrienta dándose un festín de carroña. Si mis uñas no están sucias es por el simple hecho de que me las como cuando no estoy con ella; sé que no la merezco, y por eso está en su derecho de dejarme, de olvidarme, de repudiarme. No, ella jamás me abandonaría.
Mis sospechas comenzaron cuando noté que mantenía sus trapos guardados más tiempo de la cuenta. Así que dejé el asqueroso hábito de husmear su ropa, como si eso fuera a cambiar la realidad.
No era muy hablantina, y prefería la compañía de las sábanas antes que las caricias del césped o el abrazo del sol. A pesar de eso, detecté un exceso de lo que pensé era pereza. Incluso rechazaba mis platillos. Siempre alegaba malestares que venían seguidos de visitas al baño. Yo sé que no soy el mejor de los cocineros, pero aun así…
—Deberíamos casarnos —le dije pasados tres meses, cuando el bulto ya no se podía ignorar.
—No —respondió.
¿Cómo podía explicar este dolor, esta incertidumbre, este inminente oprobio? Era la presión de saber que no hay decisión correcta, que cada decisión no es más que un nudo más en la soga que tengo echada al cuello. El alivio al verme liberado de un posible acuerdo forzado, seguido del más seco rechazo. ¿Acaso no era lo suficientemente bueno? Aquella era una pregunta retórica, aunque no por serlo era menos humillante.
—¿Puedes sentir las pataditas? —me preguntó una vez.
Pero nunca las sentí; en cambio, notaba otra cosa: un serpenteo acuoso, constante, desarticulado. Y no hallo las palabras para describir lo que escuché en su vientre la única vez que acerqué la oreja. Supe que no era el único, porque los doctores también lo escuchaban con el estetoscopio. Lo confirmaban aquel tembleque de labios, las sonrisas forzadas y el protocolario «todo está en orden».
Para nuestra desgracia, el bebé nació. Estuve allí, cuando la comadrona intentó extraerlo de entre las piernas pálidas de mi amada y sobre las sábanas blancas que pronto se tiñeron de escarlata. Algo andaba mal, puesto que el bebé parecía querer volver al interior del vientre. Se retorcía y pataleaba, o eso parecía. No era capaz de determinar qué parte del cuerpo ya estaba fuera. Las manos de la comadrona se resbalaban en la piel viscosa del bebé. Me acerqué el brazo a la boca, porque un olor denso y fétido quedó suspendido en el aire. Nada me hubiese preparado para lo que vi una vez que la comadrona lo extrajo por completo. Era como a un pulpo sacado a tierra firme, es decir, estaba como espachurrado, como un trapo mojado que cae al suelo. Tenía un cuerpo y miembros, pero en su cabeza, los ojos y la boca eran simples cavidades negras. Aunque aparentemente carecían de vida, clamaban. Clamaban por algo que yo no comprendía. El engendro no paraba de llorar porque, aun recién salido del vientre, ya habría de entender que jamás sería amado.
Su madre esperó a que yo lo cargara, pero no me atreví. Más bien retrocedí, todavía cubriéndome el rostro, porque el hedor era muy fuerte. Aunque ninguna de ellas lo hizo y no entendí por qué. En cierto punto también empecé a llorar yo, porque me sentía avergonzado, desgraciado, maldito. Luego ella lo tomó en brazos, porque el amor maternal es infinito; y no se me ocurría ninguna otra justificación más allá de tan trillada generalización.
La comadrona seguía ahí viéndolo todo, sin indicio alguno de sorpresa. Solo mostraba una mueca de decepción en el rostro por mi desprecio inmediato hacia aquella cosa. Pero en lo profundo, yo sabía que a ella le daba asco también y que odiaba mirarlo tanto como yo. De manera que ella no estaba solo decepcionada conmigo, sino también consigo misma.
—¡Es tu hijo! —siseó.
—Deberías avergonzarte —dijo mi amada, con dificultad.
Una película de sudor le cubría la frente y sus pupilas estaban dilatadas. Quizá en aquel estupor febril no se había percatado de que algo malo tenía el bebé. Luego ella descubrió su seno, y la criatura no tuvo problema alguno en encontrar el lugar adecuado para acoplarse, no como un lactante hambriento, sino como un parásito devorador, aquello me molestó en gran manera. Los miembros del bebé se arrastraban sobre el cuerpo de ella, secretando un extraño líquido, ¡la estropeaba, ardí de rabia! Y en los brazos de ella no pude decir si la criatura estaba de cabeza o no, si boca arriba o boca abajo, porque ninguna alimaña que haya visto se le asemejaba. Aquello no era mi hijo.
—¡Es tu hijo! —siseó una vez más la comadrona.
Si todos mis pecados, miedos, dudas, malos pensamientos, odio infundado y demás defectos se manifestaran en forma física, entonces sí, sí sería mi hijo. ¿Pero quién tendría tal afrenta conmigo como para conjurar dicha maldición?
Transcurrieron algunos días durante los que se avecinó un temporal implacable que desató un flagelo oscuro y estruendoso sobre la aldea. La madre tosía cada vez más y comía cada vez menos. Tenía los senos moreteados, irritados y secos como una pasa. Mientras, el bebé crecía y engordaba de maneras poco uniformes. En esos días emitió sus primeros sonidos: risas, decían ellas, pero yo escuchaba un ruido de muerte y agonía, como de alguien ahogándose. Ahora era yo quien volteaba los ojos para evitar mirar. ¡Qué vista tan grotesca!
—Quítamelo de encima —exclamó la madre con un alarido insoportable.
Le supliqué a la comadrona que lo sostuviera.
—¡Eres un inútil! —me reclamó.
Tenía razón. Aunque sabía que ella tampoco lo quería sostener. Pero es cierto que ella no tenía la obligación de hacerlo, no más que yo, que era el… que era el… que era el padre de la criatura. Me regañó más, con el dedo apuntando hacia mí, arrugando el ceño y escupiendo conforme decía toda clase de blasfemias. Sentí envidia, porque su comportamiento y sus palabras germinaron en mi interior, sin derecho a salir. Porque ¿qué clase de padre haría y diría esas cosas aun cuando su hijo es un engendro a punto de consumir hasta a su propia madre?
—Está enferma, ¿que acaso no ves? —me reclamó la comadrona.
A lo que respondí: «¿Acaso no lo ha estado los últimos nueve meses?», pero solo en mi mente. La madre tosió sangre, y eso acabó con nuestra disputa. Escuché el portazo, aun por encima de los truenos ensordecedores y la fuerte lluvia que azotaba como balines furiosos las planchas de hojalata del techo, cuando la comadrona abandonó la habitación en busca de ayuda médica. El bebé yacía en la alfombra del piso, que había estropeado también, como todo lo que tocaba. Sus agujeros negros se enfocaron en mí. Quise apartar la mirada, pero no pude, pues temía que al hacerlo el bebé saltaría sobre mi nuca para devorarme en represalia por mi falta de afecto. De su orificio más grande salió un ruido rasposo y hueco.
—Papá.
Aullé. No, no, no lo era, y jamás lo sería. Luego emitió aquel ruido que no eran risas; se burlaba de mí. Entonces me hinqué y lo sujeté contra el suelo de lo que pensé que era el pescuezo. Tuve que luchar contra mi instinto, porque su piel callosa y húmeda era inquietante. Y aguantaba la respiración porque no sabía si era peor respirar por la nariz o por la boca. Esa fue la única vez que toqué aquella criatura.
Mientras sus extremidades intentaban fustigarme, de pronto el tronco comenzó a temblar y la abertura de la cabeza empezó a succionar como una ventosa. Lo estaba ahogando y, por Dios, ¡cómo deseé que se hubiera ahogado allí en ese momento! Fue entonces que una brizna de compasión me obligó a suavizar mi agarre… Lo odiaba tanto, pero no suficiente como para tomar su vida en mis manos. Si la naturaleza lo había traído, a ella le tocaría llevárselo.
Por más que pasaron las horas, la comadrona no volvía. ¡Cobarde! ¡Desertora! ¡Inútil! ¿Cómo se atrevía a dejarnos solos, a nosotros dos, en compañía de aquello que no tenía ni cara ni nombre? El cuerpo de mi amada se quedó extrañamente quieto. Tenía el torso cubierto de cortes y moretones donde el bebé había estado antes y los ojos estaban volteados hacia la ventana. El brazo se le deslizó hasta colgar inerte a un lado del camastro. Enseguida me apresuré a sostenerlo para buscar a tientas algún signo vital. De repente, el bebé empezó a trepar la sábana, así que intenté espantarlo como se espanta a un perro o a un gato, hasta que se calló y cayó al piso.
—¿Quieres que pida ayuda? —le pregunté a ella, pero no contestó.
Me dispuse a salir para buscar a alguien. Pero después me acordé de la criatura: no la podía dejar a solas con la madre, tendría que venir conmigo. Entonces pensé en las miradas furtivas que atraería, en las preguntas inesperadas y el rechazo al hombre que había sembrado la semilla de tal calamidad.
—¡Le haces algo y te mato! —le advertí a la criatura antes de salir.
De nuevo, se burló con el ruido que no eran risas.
Salí y tranqué la puerta. No di ni tres pasos cuando escuché un estruendo dentro de la habitación: cosas tumbándose y algo crujiendo, como huesos quebrándose. Después de un minuto solo quedó el sonido de la lluvia y de los latidos del corazón atravesados en mi garganta. Abrí el postigo de una ventana apenas un resquicio y entonces lo vi: gordo como una morsa —habría de pesar más de cien kilogramos—, no podía caminar, así que se arrastraba como una serpiente. La piel la tenía llena de estrías, sin duda por el incremento en su tamaño. Ya no tenía ojos, solo una abertura negra de la que escapaba un lamento infernal.
La madre ya no estaba en el camastro.
Hui, corrí bajo la lluvia, ronco de suplicar por ayuda.
—¡Ahí está! —dijo una vieja desde una esquina.
—¡Atrápenlo! —exclamó un niño con una mueca sádica.
Corrí sin fijar la mirada en ninguna parte. Solo hui, hasta que di con un portón de hierro negro y gélido. Gruesas cadenas y un candado tan pesado como el plomo me impidieron abrirlo. Entonces lo trepé, y una vez llegué al otro lado, me hice paso sobre el césped y el barro. Bajo un árbol en la cúspide de una colina avisté una figura vestida de luto que me esperaba. A su lado había una fosa de dos metros de profundidad.
—¿Qué hiciste con ella? ¿Adónde te la llevaste? —me preguntó con voz temblorosa.
De qué hablaba, no lo sé. Cuando me volteé, el portón estaba abierto de par en par y una muchedumbre con rastrillos y antorchas que bloqueaba el paso marchaba poco a poco hacia mí.
Un oficial uniformado lideraba el grupo con un bastón en una mano y una lámpara en la otra. Detrás de su frondoso bigote se escondía una sonrisa retorcida de dientes de sierra y colmillos caninos, de eso no cabía duda.
—Se acabaron las mentiras. Dinos dónde está —me exigió.
—¡Fue el bebé, fue el bebé! —sollocé al caer de rodillas.
—Fue un mortinato, nadie tiene la culpa.
—¡El bebé la devoró!
—Fue una hemorragia posparto. Tú también estuviste en el funeral —mintió el oficial.
—¿Puedes mirarme a los ojos y decirme qué hiciste con mi hija? Encontramos la pala cubierta de tierra en tu casa —mintió la figura vestida de luto.
Pero antes de poder responder, la muchedumbre me acorraló. Tiraban de mi ropa, me empujaban y me escupían… Todos estaban encima de mí, y aunque el oficial intentaba alejarlos con el bastón, era imposible.
—¡Profanador! —dijo la figura vestida de luto.
—¡Profanador! —dijo la comadrona.
—¡Profanador! —dijo el uniformado, riendo.
—¡Profanador! —exclamaron todos los demás en un cántico horrísono.